Hay quien nos cuenta que el silencio procede de “silentium” y a su vez, del verbo “silere”: estar callado.
Hay quien se atreve a relacionar esta palabra con la raíz indoeuropea “sei” que significa semilla. Este concepto es curioso porque, en ella está la promesa de una planta, un árbol o un proyecto con todo su potencial. Es como si fuera ese compás de espera, como el que sentimos entre dos notas musicales en una melodía o canción…, sutil y bello a la vez.
Si perseguimos a este silentium que se nos escapa de las manos, nos sorprende ese beso que lanzamos a nuestra escurridiza divinidad o a esa añorada paz mental. Algunos dicen que se trata de una omisión en la respuesta, pero eso sería muy mundano.
Prefiero descubrir lo que hay tras el abandono del sonido, de ese continuo movimiento de la voz sin ritmo ni sentido, hacia el encuentro de la estimada escucha, de conectar con la tranquilidad, con la paz a la hora de calmar nuestros pensamientos, avivar lo más trascendente a través del silencio del atardecer que se va convirtiendo en noche, de la fluidez del agua de un río o el vaivén de las olas del mar.
A veces obtenemos este gran regalo que es el silencio en la visión de un campo minado de estrellas, de la luna que refleja nuestras emociones, e incluso de un amanecer que nos susurra al oído la grandiosidad de la luz que somos.
Todas estas posibilidades florecen como dones reconocidos en esos momentos de silencio. Puede tratarse de nuestra fuerza de voluntad que es poderosa cuando le damos la deseada oportunidad, o del amor que activa cada una de las fibras de nuestro corazón.
En definitiva, toda esta magia se produce a través de ese silencio, amistoso, confiado, simple y magnífico a la vez y de ese fluir interno que se asoma y es digno de admiración y veneración.
Sea como sea, demos la bienvenida a esta poderosa fuerza de la vida.
Carmen R. Abad
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